El 5 de julio de 1878 nació en Croydon (Surrey) el pianista, compositor y director de orquesta Joseph Holbrooke. Murió ochenta años después en Londres, cuando ya se hallaba instalado en un profundo aislamiento agravado por la sordera. Vivió sus horas de gloria en los primeros años del siglo XIX, cuando sus más ambiciosas composiciones eran defendidas por batutas de prestigio y sus óperas se estrenaban en Viena y Salzburgo.
No en vano Nikisch afirmaría: “He dirigido muchas de las composiciones de Holbrooke, y he de decir que le considero unos de los mayores compositores vivos. Tiene fuerza, fantasía e imaginación musical y poética”. Fue el gran Dimitri Mitropoulos quien, amparándose en sus portentosas dotes de orquestador, apodó como “Berlioz inglés” a Joseph Holbrooke, compositor imprevisible, provocador, megalómano, torrencial y fascinante, músico rodeado de una aureola maldita que ha condenado su obra a un olvido injustificado, incluso entre sus propios colegas británicos.
Desde el estreno el 3 de marzo de 1900 en el Crystal Palace londinense de “El Cuervo”, opus 25, su primer poema sinfónico, compondrá más de una treintena de obras inspiradas en poemas y relatos del norteamericano, entre ellas “El pozo y el péndulo”, la extensa sinfonía coral “Las campanas”, ( diez años anterior a la obra de Rachmaninov), el ballet “La máscara roja”, la gran sinfonía dramático-coral “Homenaje a E. A. Poe”, opus 48 de 1906 y dos de las piezas orquestales incluidas en este admirable registro, la obertura “The Children of Don” (1910) y “Amontillado”, opus 123 (1936) de estilo tardorromántico, que ya entonces se encontraba fuera de su tiempo, con su atracción por lo macabro y lo truculento.
Perfectamente en consonancia con la música de la época esta vez, el tercer poema sinfónico de Holbrooke, “Ulalume”, opus 35 (1903) parte 1, parte 2 una de sus obras preferidas, basada en la balada homónima escrita por Poe en 1847, reincide en la pérdida de la persona amada e inspira al músico una partitura sencillamente magistral, tchaikovskiana en su desbordada desesperación y negro apasionamiento pero, atenta asimismo, a las sutiles sonoridades de la orquesta impresionista.
Compuesta en 1899, dedicada a su amigo y condiscípulo Granville Bantock e inspirada en una balada de Longfellow, la obra “El vikingo”, opus 32, segundo de sus poemas sinfónicos, es otra página soberbia en la que la pródiga vena melódica de Holbrooke y sus espléndidas dotes de orquestador, en clara descendencia straussiana (la masiva plantilla utilizada incluye maderas a 3, 8 trompas, 4 trompetas, 3 trombones, tuba, timbales, percusiones, 2 arpas y cuerdas), anticipan -sin escatimar ecos wagnerianos- las maneras cinematográficas del futuro Korngold.
Pero no sólo lo mórbido, lo obsesivo o lo fantástico motivó a Holbrooke. Las Variaciones sinfónicas sobre “Three Blind Mice”, opus 37 nº 1, descubrieron en 1900 que el joven músico dominaba ya los resortes de esta difícil disciplina y que su peculiar sentido del humor -irónico, nostálgico, impregnado de referencias folclóricas, militares o danzantes- discurría por sendas, diríase, casi mahlerianas.
Entre otras obras compuso 8 sinfonías, 2 conciertos para piano y orquesta, conciertos de cámara incluyendo cuartetos, cuarteto de piano y cuerdas, y quintetos de cuerda con piano y clarinete así como varios poemas sinfónicos.
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